lunes, 16 de mayo de 2011

Segunda Parte



No fue ni la primera ni la última de sus discusiones con algo superior a nosotros. Los años habían hecho mella en una espalda acomodada a luchar y ahora, más que nunca, se vencía a sus pensamientos.
Por ello, su gesto era distinto al caminar. El verano de 1987 había sido para el los peores meses de su vida, y siempre en un intento de seguir caminando intentaba hacer su vida lo más metódica y sencilla posible.
Todas las mañanas cogía la bicicleta y pedaleaba durante horas hasta llegar al cerro. Iba solo, pero yo, muchas mañanas lo perseguía, titubeando entre caminos indefinidos que mezclaban una arena gastada y una hierba seca. Por esos caminos de polvo y soledad, se le veía a él: encorbado y serio, con un gesto uraño a la luz del sol. Veía así los amaneceres más lindos que el pueblo permitía: un encendido sol dorado que trepaba detrás de las colinas y hacía tornar los campos de mil colores. Nunca llegó a subir al cerro, solía quedarse en las faldas. Descansaba la bicicleta en una roca y mientras él, caminaba casi siempre sin rumbo. Desde allí no se veía ninguna casa, nisiquiera ninguna persona. A veces, los animales hacían aparición y se producía un instante seco en el que yo, escondida detrás de los juncos, los observaba a los dos por igual, como si ambos comportamientos fueran igualmente inesperados. En la casa decían que él salía a tomar el aire.
Hinchaba sus pulmones en una ladera siempre frondosa, repleta de pequeñas florecillas cantarinas. Se escuchaban las hojas parpadear, los árboles crujir, los rayos quemar su piel. Entonces, aquel día comenzó a subir el cerro. Apoyaba sus gastadas manos en la roca, primero un paso y luego otro. No sé qué ocurrió allí arriba, no podía subir, pero cuando él bajó, tenía la cara tallada por dos surcos de lágrimas que habían quemado su piel. Cogió la bicicleta, y se fue a trabajar.
Decían que el pueblo lo acorralaba y que desde la muerte de su hermano, escapaba de todos sus recuerdos.
A mí me daba miedo pensar que en uno de sus viajes, no volviera: con sus andares curvados, con su cabeza algo cabizbaja y su gesto penetrante.
Una de las noches en las que salimos a dar un paseo tras la cena, fuimos al río. Hacía mucho frío, y sentados junto a la orilla, puso su abrigo sobre mis hombros. Las mangas, caían hasta casi mis rodillas, y él sonrió. Sentados con las luces del pueblo a lo lejos, tocó el agua fría del río con la yema de sus dedos. Después, me miró y me dijo: "¿Qué es lo que te lleva a tí a la colina?".
Yo aturdida, no sabía qué responder. Lo había estado persiguiendo durante días a escondidas, con una vieja bicicleta que guardábamos en el granero.
-Sé que vienes conmigo por las mañanas, te he visto escondida en las rocas.
Yo, no supe qué contestar, y el pánico se apoderó de mis labios, que enmudecidos, sólo atinaban a callar.
-Da igual lo que te digan. No se me hace el pueblo una jaula. No salgo a tomar el aire. Salgo a que el aire me tome a mí.
Y se echó a reir. Desde lo de Óscar, no recordaba su sonrisa, con unos grandes dientes blancos, casi nacarados.
-Eres muy pequeña, y no comprendes nada -dijo-, pero algún día tú si alcanzarás a saber que las personas no se van, las personas se quedan en el lugar que aman.

Ilustración F.J.Sánchez
Relato Alicia Fdez.